Acompañando a Marlene y María se encontraba Eva, con su minúscula espalda semiencorvada, apoyada en la pared que mira hacia el interior del patio, observando lo que pasaba, asomándose por un momento con su cabecita alta, de manera sigilosa, inadvertidamente, y escuchando a sus compañeras y amigas a su peculiar manera, colocando su tímida cabecita mirando al suelo de piedra entre sus 2 finas piernas. En ese momento ella cambió la colocación de su cabeza, mirando fijamente hacia el cielo, enteramente nublado, y con sus ojos conformando una mirada perdida hacia el norte de su cabeza, una mirada en la que no se apreciaba fondo, que no demostraba alegría, pero que ni siquiera mostraba pena, queriendo enseñarnos que no expresa nada, porque sus pupilas no tienen colores que nos hagan creer en la presencia de vida, y cualquiera sabe que la presencia de colores lleva aparejado algún sentimiento, algo que nos hace disfrutar o padecer, alegrarnos o apenarnos, reír o llorar,... algo que Eva no quería transmitir, pues no estaba dispuesta a decidir que color elegir para sus ojos, ella la chica que no toma decisiones, ya vendría alguien que decidiera por ella, asumiendo encantada la decisión que tomasen por ella, indiferentemente de que la gustase o no, lo importante es que alguien la quisiese lo suficiente como para tomar decisiones en su nombre.
Eva era la protegida de Marlene, era la niña de sus ojos, seguramente porque a su lado Marlene se sentía aún más fuerte, si eso era factible. Si, la gran chica sentía un especial aprecio por la recogida Evita, ella la veía como ve un profesor a su alumna favorita, a la cual le inculca todo lo que sabe, sintiéndose con ello, hacedora de sus sueños y animadora de sus voluntades.
Este cariño, que por supuesto tenía 2 direcciones, no estaba exento de la incomprensión que el comportamiento pasivo de Eva tenía para Marlene; era incapaz de entender como alguien podía anteponer una opinión ajena, a lo que nuestro propio instinto nos indica, ocultando tu propia iniciativa ante el empuje del comentario exterior. Esta actitud, entendía Marlene, se asemejaba mas a la de una oveja en un redil que a la forma de actuar de cualquier mente provista de cerebro humano, más capacitado para la toma de decisiones; era una forma de coexistir sumisa, pese a todo, puede que entendible, aunque una forma de vivir y existir cobarde, autoabandonándose a sus propios gustos, aficiones y sobretodo responsabilidades y voluntades, negando la lucha, esquivando enemistades, regateando discusiones, enseñando a su alrededor, que la luz que ilumina cualquier vida, en su caso estaba apagada, sin el más mínimo destello que nos permitiese intuir hacia donde quería encaminar los pasos que conducen su vida.
Todo eso, juntado con las incesables ganas de Marlene por indicarla el camino a seguir, era motivo de constante regañina hacia ella, aún a riesgo de saber que sus discursos en una gran mayoría de los casos, caían en vaso roto, porque no estaba dispuesta a entender que su paradójica forma de ser, que no daba problemas a nadie, si que podía hacer que los demás se lo dieran a ella.
Al fin y al cabo, ella había pasado su infancia en una hospedería de monjas, y eso la hacía suponer (en este caso con razón), que en algún lado habría alguien dispuesto a cuidarla, con la misma devoción y cariño con que la habían cuidado anteriormente.
Por último, estaba Judith, que se encontraba perfectamente sentada, casi como si estuviera posando para una foto familiar, con una rodilla encima de la otra, con las piernas armoniosamente cruzadas, sin optar ni por una postura provocativa, ni llamativa, simplemente una pose educada e inexpresiva, para que así no se pudiera facilitar los comentarios fáciles y prejuiciosos que a los seres humanos tanto nos gusta regalar. Expuesta con un codo apoyado sobre la rodilla mas alta y la mano de ese brazo aparentemente sujetando su barbilla, en posición de observación ante lo que la rodeaba, dando la sensación de que sus movimientos estaban perfectamente sincronizados y pensados, como correspondía a una chica que quería expresar clase en sus maneras, una clase característica de un elitista barrio madrileño, famoso por sus historias de la prensa rosa actualmente, pero en otras épocas por ser el lugar de reunión para la toma de las grandes decisiones nacionales.
Hasta la diadema de un color marrón oscuro, a juego con su color moreno de pelo, colocada en el medio de su cabeza, equidistante con respecto a las 2 pinzas que sujetaban la parte trasera de su pelo, que conformaban un todo simétrico en su cabeza, de tal manera que sentíamos al mirar esa parte, una sensación de armonía debido a la indivisibilidad que emitía aquella testa, y en la que Judith no nos permitía observar nada antiestético, saliente o discordante con esa homogeneidad que quería demostrarnos.
Judith, que era un claro ejemplo de que una persona que es lo que la enseñan, lo que su contexto la permite ver o ser, tenía claro que la gente es lo que aparenta y si no es así, al menos procurar hacérselo creer a la gente que te rodea en la cotidianidad. Esto –decía Judith- era así porque hay que tener siempre una buena presencia, porque todos preferimos ver algo bonito antes que algo feo, algo ordenado antes que lo caótico, algo limpio antes que algo mugriento,... y con esto conseguimos que la primera opinión visual que la gente se va a hacer de nosotros sea agradable; ella tenía un aspecto físico standard dentro de su ámbito social, no la gustaba tener que ir a contracorriente, ella prefería seguir lo que la sociedad le imponía sin pararse a pensar si para ella era algo convincente, sino que simplemente era lo que había y por ello a lo que debía seguir, de una manera por tanto sumisa, aunque ella no se diera cuenta de esta sumisión que tenía hacia su circulo familiar y social, tal vez porque lo veía como algo normal.
Por todo esto, ella llevaba el pelo correctamente engominado, con las hebras que conformaban su rectilínea cabellera acastañada, formando líneas concéntricas equidistantes y convergentes con sus 2 pinzas, consiguiendo con esto, que el subconsciente de sus observadores emitiese opiniones equilibradas hacia su persona, que al fin y al cabo era el principal fin de su ordenado peinado. Su blusa, de un color azul claro, hasta casi confundirse con el color blanco, estaba en constante pelea con cualquier arruga o mancha (como ocurre con un agente nocivo en la anatomía humana) de tal manera que era capaz de superponer sobre dicho enemigo, cualquier detalle decorativo que fuese capaz de ayudarla a esquivar la vergüenza que esa nota discordante sacaría la luz.
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