lunes, 16 de noviembre de 2009

SsD -Cap IV-

Para ella la reflexión no existía, y menos en el transcurso de una charla, era incapaz de pararse a pensar detenidamente algo que la habían comentado antes de contestar, pues sus prioridades partían del corazón antes que del cerebelo, por eso ella no decía las cosas por esta o esa razón (aunque ella si consideraba su opinión reflexiva), sino por que “LA DABA LA GANA”, porque su acalorada sangre así se lo exigía, y empapaba de convencimiento a toda aquella zona de su anatomía sobre la cual posaba, por eso estaba en total sintonía de opinión desde el 1º de sus glóbulos rojos de cualquiera de sus arterias, hasta la última célula de la más recóndita parte de su sugerente tejido adiposo, por eso cuando su voz expulsaba su opinión, lo hacía apasionadamente, debido al autoconvencimiento al que se había sometido antes de que el resto del mundo sepa lo que quiere decir. Este era el secreto de su fortaleza fonética (que no coincidía con la dialéctica), puesto que ella era la reina de los decibelios, pues así consideraba María que se vencía en una conversación, a bocinazos y no a coherencias.

Para nuestra María, las otras opiniones no eran relevantes, no eran la suya, no eran opiniones con tanta potencia como las dichas por ella, y según su curiosa forma de entender una conversación, el grado de certeza de un comentario se mide por la capacidad sonora, por la longitud de onda de su oralidad, nunca por la inteligencia.

Esto, era motivo de discusiones constantes, en especial con una persona como Judith, que no podía contenerse ante tan evidente cabezotonería, no podía permitir el que un comentario no acompañado de una concatenación de lógicas ideas saliese ganador, por eso tal vez, las dos estaban en constante pelea verbal, la una por su incontinente intolerancia y la otra por no permitir que la ilógica se adueñase del centro de la conversación, sin darse cuenta, que ella con esa actitud, era la principal socia de ello.

Si, si, María, es cierto que tenía que salirse con la suya por bemoles, de tal manera que si en vez de conversación lo convirtiésemos en un monólogo, ella estaría encantada, pues no tendría que estar teniendo que ceder en la conversación (cosa que aunque ella aborrecía, alguna vez no le quedaba otra posibilidad que hacer), para no tener que aguantar esos burlescos comentarios sabiondos de su principal enemiga oral, la Judas (así es como llamaba a Judith cuando realmente su paciencia se acababa).

La Mari, si estuviera hablando en la enormidad del gran desierto africano, rodeada por norte, sur, este y oeste de las dunas, aislada de vida en kilómetros a la redonda, por lo tanto, sin nadie para escucharla, ni siquiera para oírla (con lo cual si disfrutaba), pues para ella, está situación tan irreal, era el edén de las conversaciones (lo cual resulta paradójico, puesto que una conversación sin respuestas, sin alternativas, no es una conversación), ya que no había posibilidad de rebatir sus comentarios, nadie que le contradiga (y por lo tanto alejada de Judith, la eterna rebatidora a sus opiniones), simplemente una persona con razón, una sola opinión, y por lo tanto victoria constante, que para una persona tan resultadista como ella, era su objetivo.

Volviendo a la actualidad, en ese patio del colegio, principal lugar de reunión y de conversación o discusión (sobretodo si están alguna de las 2 peleonas oradoras), lo que hacia a Eva imposible disfrutar de la escasa y variada sonoridad que el recreo tenía, y que a ella tanto le gustaba escuchar.

A Eva desde luego esto no le producía precisamente ningún placer, ella gozaba más escuchando como corría el aire, como se golpeaba un balón, como sonaban las campanas de una iglesia próxima o como se cerraban las puertas, a una típica conversación hormonal, muy previsible en esas edades.

Era una persona reservada, que no proyectaba gustosamente sus opiniones, ni sus ideales o gustos, era más fácil oírla cantar en voz baja una preciosa canción o silbar un repetitivo estribillo, que verla decir algo, por lo que resultaba difícil de conocer, y así conseguía mantener la más absoluta de las privacidades sobre su desconocida mente, resultando casi imposible descubrir algún detalle de su poco ornamentado interior, siendo esta, una evidencia de la presencia del grueso muro (que ella había convertido en bastante infranqueable) que circundaba su masa gris, capaz de ridiculizar al propio muro berlines, hasta parecer igualarlo a cualquier tapia que separa las minúsculas parcelas de la campiña norte cacereña, muro que separaba su yo interno del externo -escasamente expresivo y aun menos expansivo.

Eva, como ha podido verse reflejado en mis comentarios anteriores, no era una persona que dejase traslucir con facilidad nada de su interior hacia fuera, debido a ese muro que dominaba su pensamiento, y su sentimiento, que era su individual muralla china, y que rodeaba todas las partes de su cuerpo con un ánimo evidentemente proteccionista, aunque ese proteccionismo más bien lo confundía con aislamiento del exterior, lo cual le convertía en una persona indiferente ante casi cualquier agente externo a su diminuto cuerpo femenino, que al fin y al cabo era lo que quería, aunque lo que no pretendía era convertirse en una rea de sus propias y escasas pretensiones.

Ella, oculta en ese constante sinsabor y sin padecer, donde no se sabía si reía o lloraba, o si se alegraba o se indignaba, porque ante su cara ingestual no se podía acertar lo que dentro de ella pasaba; ella vivía (se supone que no gustosamente) en una tonalidad grisácea constantemente, su cabeza se encontraba nublada, de cirros oscuros, cargados de miedo y cargantes para su cerebro, sin ideas que expresar, tal vez porque así no había nadie que se las chafase, pues allí al fin y al cabo se veía como una pobre muchachilla con poca voz y aún menos voto en cualquier corrillo de amigos.

A fuerza de reconocer las cosas, su infancia no fue un dechado de afortunadas situaciones, más bien al contrario, pero para ella no fue tan mala: se quedó rápidamente huérfana, pues su madre murió del esfuerzo de su parto, y su padre había muerto semanas antes, no sin haberse llevado antes la promesa de su mujer de que ante su dolorosa ausencia, ella habría de cuidar con el mayor de los sacrificios (cosa que desde luego, va en la condición materna) a su pequeño bebé, que en ese desafortunado momento, estaba sólo en camino. Ante esa delicada situación, una tía suya (hermana de su padre) que contaba entre sus amigas con una monja, tomo la decisión de dársela para que la educasen y la criasen en un coqueto convento conocido como San Gregorio.

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