Esa era la gran suerte que tuvo en su niñez Eva, el ser tan bien y cariñosamente recogida por esas monjas, dispuestas a regalarla todo su amor y bondad, lo cual a Eva le llegó rápidamente, tal vez por eso nunca se sintió como lo que realmente era, una huérfana, pues allí no tenía un padre, pero tenía 110 madres capaces de lo que fuera con tal de complacer a la niña de sus ojos; aunque de sus múltiples madres, ella se sentía más unida a SOR ANGELA, que su propio nombre nos indica, era su ángel de la guardia en la tierra.
A ella le daba un tremendo miedo compartir sus sentimientos, aunque eso seguramente ella ni lo sabía, era algo peligroso para su tenue corazón, por eso huía de intimar, porque eso supondría dar puerta de salida a su interior, y eso por el momento, no lo había experimentado, y ante este nuevo reto, su subconsciente todavía no se sentía capacitado a probarlo. Ella tenía su propio mundillo, donde era reina, porque era la única persona que dominaba en él (o eso le parecía a ella), y no había ninguna idea externa que pudiese destronarla, y resaltar su inseguridad, por eso se convertía en un reino “nazi” en cuanto a sus filias y fobias, pues solo podía encontrar una raza de ideas, las suyas, puesto que el imponer una pluralidad de ideas le daba vértigo, y la hacía dudar, cosa que ella sabía que no era muy difícil de conseguir, y que en el fondo sería algo que la identificaría de por vida.
Sonó el timbre, llegaba el momento de volver a clase, clases de las que cada una tenía sus opiniones, y se veían desde los distintos prismas de cada cual.
Eva, no era una alumna inapetente intelectualmente hablando, a ella le gustaba aprender, de hecho este era su fuerte, era una muchacha muy inteligente, y se encargaba de demostrarlo siempre que podía, o siempre y cuando estuviera concentrada en lo que decía el maestro, cosa que no siempre ocurría; con una vez que escuchase o leyese, le bastaba y sobraba para conseguir memorizar la idea del texto. Ella se apasionaba con las clases deductivas, que la permitiesen no dar a la cabeza las cosas hechas, sino que le pusiesen trabas intelectuales que tuviese que solucionar, siempre y cuando esta deducción fuera en la individualidad, y no de manera colectiva, donde ahí entraba a formar parte el contacto interpersonal que tanto intentaba evitar, y aborrecía. Era a fin de cuentas una inadaptada social.
Esto, Marlene no lo entendía, y bajo su carácter dominante intentaba no tolerárselo, pues ella tal vez, conocedora de sus privilegios con Eva, pues era el único agente exterior al cerebrito de Eva, sin acceso restringido, lo que le permitía hacer constantes visitas a esa penitenciaria que gobernaba a su amiga, con el fin de hacerla ver las evidentes cualidades que atesoraba esa cárcel-mansión (a Marlene más bien le recordaba a una biblioteca llena de sabiduría, aunque eso si, también ocupada por un gran silencio, falta de claridad, excesiva sobriedad y un evidente miedo a las nuevas adquisiciones); ella sentía una escondida envidia por esa cabecita que portaba Eva, por eso, a ella no escapaba, esos haces de viva inteligencia que Eva demostraba, y que para el resto de sus compañeras pasaban desapercibidos, con el consiguiente enojo que eso le producía a Marlene.
Pues si, Marlene, si sabía apreciar a su pequeña monjita (como ella la llamaba), pues la veía unas condiciones antagónicas a las suyas, percibía su sumisión de una manera dulce, acaramelada y que a vista de los hombres podía resultar altamente sensual, cosa que Marlene, sentía totalmente inútil de conseguir, o al menos esa impresión le daba.
- A ver María -ya en clase, dijo el profesor– hoy con las banderas de que países nos vas a amenizar la clase, porque por lo que he podido observar ya me tienes completado todo África y creo que también toda
Como quiera Don Servando, que sé que a usted estas cosas le molan -repuso María.
Efectivamente, María sin saberlo había acertado, a Don Servando le gustaban esas banderillas, sabía apreciar su exquisita y original ornamentación malamente pintorrojeada por su alumna más rebelde. Don Servando era un hombre de tamaño familiar (rondaba los
A Don Servando, le ocurría lo mismo que lo que le pasaba a cualquier maestro apasionado por su profesión, había una muchacha de su clase, que le parecía especialmente agradable y a la cual la miraba con unos ojos distintos a los que miraba al resto de sus alumnos; era algo inevitable, a pesar de ir en contra de la más estricta moral didáctica, que dice, que como pasa con una madre con sus hijos, debe quererlos a todos por igual. Pero de esa niña, al viejo maestro siempre se le escapaba un comentario en la sala de reunión, seguramente debido, a que la veía como esa hija que nunca llegó a tener (aunque estaba felizmente casado, era padre sin querubines). Esta muchacha se hacia llamar Mariem, hasta el momento innombrada de manera consciente por mi parte, porque como a ella le gusta, prefería que la presentaran de una manera modesta, casi sin querer, pasando completamente desapercibida.