Eso es lo de menos cariño, lo importante es como lo decía, su convicción, sus palabras, sus gestos, la pasión con que se expresaba, la firmeza, la creencia en lo que explicaba, la ilusión que tenía por compartir la visión de aquel edén, eso Mariem, eso, una persona que habla con ese poder de contagio, con esa fuerza en sus palabras, conseguía que imaginásemos aquel decorado, esa persona no podía estar mintiendo, no cielo, no podía inventarse todo aquello, puede, tal vez, que lo exagerase, pero quien no se exagera cuando se habla tan visceralmente de algo.
Así que conseguimos arreglárnoslas para estar allí, en escasamente 1 mes, y con lo que habíamos ahorrado partimos sin vacilar. Estuvimos un mes en las Canarias, creo recordar que conocimos todas las islas menos Lanzarote, que era bastante más desértico, por eso no quisimos tocarla, ya que en África de eso ya nos sobraría. Uf, conocimos especialmente bien sus bebidas – mascullaba entredientes para que la niña no le escuchase – sus playas, únicas en Europa, sus oasis, que nos hacían trasladar a las costas tropicales, su mar, tan descansado, tan alborotado, capaz de dejarnos nadar entre delfines, entre ballenas, de hacernos peligrar entre una manada de enfurecidas medusas del tamaño de un pastor alemán, sus gentes, con un gracejo acorde con su acento, que permitía las conquistas de los chicos, y que endulzaba el ya de por si sabroso atractivo de
sus muje...
Jo, yayoooo – caprichosamente interrumpió la joven – que así vas a conseguir que me olvide de la abuela, abrevia porfi.
Cierto mi niña –afirmó Pepón - bueno, pues de pasar por las islas afortunadas, y conseguir salir sanos y salvos del viaje en barca hasta el Sahara, donde apenas paramos, fuimos recorriendo todo el Atlas, hasta que después de terminar de conocer a fondo Túnez, embarcamos rumbo a una pequeña ciudad de Libia llamada Beida, y fuimos recorriendo toda la costa hasta llegar a la imperial Alejandría, dueña del mar, ama del Nilo, algo que a Luquitas y a mi nos impresionó. Una ciudad que reunía el cielo y la brisa Mediterránea al alba, la fragancia árabe de los zocos durante el día, y la alegre luminosidad de una ciudad norteamericana por sus noches, todo ello acompañado de la impertérrita presencia del Nilo, que le permitía caracterizarla y distinguirla como una ciudad única.
A mí particularmente me impresionó lo que no pude ver, la antigua Alejandría, cuna de una de las más singulares culturas que han ocupado África o cualquier otra parte de este nuestro pequeño Universo, una ciudad que yace enterrada a la orilla del Mediterráneo sobre la actual Alejandría, y que algo en mi interior, me dice que tiene que ser lo más maravilloso que jamás halla creado la mano humana, de tal modo que cualquier nueva excavación que allí se haga, saca a relucir otro desconocido edificio u otra estatua, de cualquiera de los emperadores de la Dinastía Ptolomea.
Tras muchas discusiones, porque yo quería permanecer más tiempo en Iskandariya (como la llamaban por allí), y Luquitas consideraba mejor marcharse río abajo, ya que 15 días allí le había parecido más que suficiente, partimos para abajo, llevándome conmigo el enojo que aquella decisión provocó en mi, pero que, por casualidades del destino después me permitiría, conocer a la mujer de mi vida.
Vagando por aquellos lares llegamos al Sur de Egipto a un pequeño pueblo de cuyo nombre no sé si no me acuerdo, porque a mi memoria no le es fácil recordar algo, en una lengua tan compleja como la árabe, o porque realmente estaba desprovisto de él. Al fin y al cabo no era más que un conjunto de casas imbuidas en cuevas, trogloditicas, que una vez dentro de las mismas, te recordaban más a un laberinto similar al de las pirámides que a una casa como la entendemos en nuestra cultura occidental. A ese poblado a mitad de camino entre Aswan y el Mar Rojo, llegamos por error, o eso es lo que creía en ese momento, pero no, al instante me di cuenta de que llegué porque en el libro que escribe mi vida así venía descrito.
Mmmmmmm, esto se pone interesante –comentó la niña acomodándose en su asiento.
En un principio, nosotros íbamos en dirección a Halaib, un insignificante puerto del Norte de Sudán, tan reducido en su ajetreo diario de barcos, como seguramente nosotros queríamos, para poder disfrutar de las realidades de los países que visitamos, al fin y al cabo nuestro turismo nunca fue organizado, como se hace en la actualidad, más bien al contrario, aunque sin perder nunca la perspectiva. Pues bien, en el viaje en tren, la locomotora descarriló, debido a una piedra colocada en el lugar y en el momento perfecto para descarrilar, y así ocurrió. El conductor consiguió frenar la máquina al intuir un obstáculo en la vía, pero el desquiciado estado del tren no ayudó a controlar la situación, y pude ver como poco a poco, muy poco a poco, segundo a segundo, íbamos aproximándonos al enorme pedrusco, hasta ver el impacto antes incluso de que se produjese, verlo por repetido, y aún hoy, consigo recordarlo.
Después paso un periodo de tiempo inmedible, rápido eso si, seguro, pero no sé si lo fue por la celeridad de las imágenes que cruzaban mi visión, o por que realmente sólo transcurrieron pocos segundos. Recuerdo, imágenes que vi, que no conseguía entender, no sabía interpretarlas, pero al despertar, sentía lo que me habían producido, miedo, miedo a perder algo, no sabía que era, ni porque, solo sabía que esa sensación tapaba a la que debía dominarme en ese momento, a la que cualquier otro en esa situación límite podría sentir, metido en un tren volcado, rodeado de una cordillera seca, intimidante, corrupta, llena de recovecos, sin posibilidad de escape vertical, abandonada a su suerte, sin residuos de civilización en kilómetros a la redonda, con la única y triste idea de que estamos a 3 horas de nuestro punto de partida. Bien todo esto, era fácil que me produjese pavor, un miedo excesivo, y sin yo notarlo así era, pero el sentimiento de pérdida me hacia olvidar lo que debía dominar en esa situación.
Desperté y vi en pantalla de cinemascope a Luquitas zarandeándome...
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