Al llegar a casa Mariem se daba cuenta de quien era el culpable de su amor por la naturaleza, era cuestión de sus genes, de esos con los q su abuelo, José, le habia premiado por el sólo hecho de haber nacido. José, era un hombre afectivo, tanto como su propio pseudónimo señala, “Pepón” el aventurero (así era conocido en su entorno, por su afición a los viajes más inverosímiles), y eso a ella le encantaba.
He nacido en una época que no me corresponde –decía él mismo– si me hubiera tocado nacer ahora, en la época de la tecnología, yo dirigiría los documentales de la tele, entiendo a los animales mejor que nadie, y con lo sensibilizado que esta ahora la gente con los animales, mis explicaciones serían escuchadas con más atención de lo que eran en mis tiempos mozos.
Este Pepón causaba una gran admiración en su nieta, que a veces confundía con una desmesurada devoción, y es que veía en él, gran parte de las condiciones que buscaba en un hombre. Su tío Pepón nunca fue un hombre con un salario especialmente poderoso, ni de una elevada condición social, más bien normalito, aunque eso sí, su condición de funcionario le aseguraba un confort y seguridad laboral, que eran muy bien valorados.
Su abuelo era un hombre sencillo, que gustaba paladear los pequeños placeres de la vida, sin importar el motivo o el fin de los mismos, él solía decir, negando a Maquiavello, que el fin no justifica los medios, sino que los medios son un fin en si mismo. Esta frase que con tanta insistencia repetía Pepón, y que Mariem no entendía -algo lógico en esa sociedad en que vivían, donde todo lo que se hace tiene que tener un porque, un porque que llamamos objetivo-, pero que la servía para disfrutar de la presencia de su abuelo, como si fuera su ultima vez, y sobretodo y tambien, como si fuera la primera.
Ese día, después de volver de su rinconcito predilecto, Mariem estaba con ganas de escuchar las ornamentadas historias de su abuelo, que le provocaban una mezcla de nostalgia, inexplicable, y que la ayudaba a sustentar sus sueños, así que mientras se formaba en su mente la imagen de lo que su abuelo le iba a contar, iba acercándose con paso firme hacia su casa.
En ese chalet a las afueras de Gijón, su ciudad, provisto de aquella brisa marina que le permitía disfrutar del aroma y frescor de un mar que no podía ver desde su casa, pero que de esta manera, podía suplir, evitando así sentir tristeza por perderse una vista, que para ella, era especialmente gozosa.
Una vez alcanzó el portón exterior de su casa, llamó para que la abrieran y se acercó a grandes zancadas, pisando el césped en el que tanto la gustaba dejarse caer, buscando el cielo nublado, buscando las olas borrascosas, absorbiendo los cambios de presión en su rostro, en aquellas tardes propicias para las tormentas de verano. Era un césped, que no la gustaba ver pisoteado, pero en ese momento pudo su deseo ansioso de ver a su abuelo antes que su costumbre de cuidar todo aquello que la acerca a la naturaleza. Se encontró con la puerta abierta como era costumbre, se limpió sus botas embarradas, en su felpudo de esparto, dejando la misión de quitar todo ese barro para el siguiente que entrase por la puerta, sin importarla que eso fuera a ser motivo de regañina evidente para la protagonista de tal acción, en una casa que no permitía la suciedad como opción.
Nada más alcanzar el hall, se sentó en la butaca que a mano derecha tenía, para quitarse sus botines y depositarlos en un pequeño armario que apenas la llegaba a la altura del ombligo, y que llamaban zapatero por su función, aunque no lo fuera en realidad. Mientras se desataba escuchó la firme, casi arrogante, voz de su abuelito, lo que la permitió ubicarle en la casa, así que, nada más conseguir haber terminado de desabrocharse, y después de haber soltado descolocadamente la protección de sus pies, partió con celeridad al encuentro de la voz de sus anhelos, para darle un arrebatador abrazo, ante el cual su yayo, de manera instintiva reaccionaba de idéntica manera, cuidando el grado con el que apretaba, por que al fin y al cabo no dejaba de ser una fina muchacha, en edad de crecer todavía, por lo que sus huesos aún en desarrollo, notaban con mayor intensidad las presiones que los de una persona con el esqueleto ya formado.
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