Cuando acababan sus clases, cada una se dedicaba a sus propias aficiones, a sus propios placeres, momentos de disfrute en la soledad o acompañadas, según correspondiese a la personalidad de cada una, y dichos momentos podían ser, de manera indistinta, intelectuales, físicos, sentimentales o incluso carnales, en función de la apetencia en ese instante.
Así, sin ir más lejos, a Mariem la encantaba irse a sus rincones, esos lugares que para ella debían ser lo más inhóspito posible, donde disfrutaba de ese silencio, suavemente ruidoso, con que la naturaleza nos gratifica, por el simple hecho de acercarnos a ella, y que hace que parezca armonioso. Eso, no es más, que una mezcolanza de huidizos decibelios provocados por el fino viento cuando corretea entre el ramaje de las alamedas. También gustaba de resbalar por los variados silbidos, pronunciados por los pájaros lugareños, convertidos por un momento en improvisados tenores, de paladear el eterno croac que envuelve cualquier zona acuosa y que nos anuncia el fin del atardecer, o el chapoteo de los gobios o bermejuelas en su salto hacia el exterior, tras un fugaz intento de escapar de su primordial hábitat de vida.
Como habréis podido adivinar, para Mariem, el lugar predilecto en su tiempo libre era ante todo la ribera de cualquier río o arroyo, o algo que se le pareciese, y sobretodo si ese, generalmente oculto escondrijo, estaba al lado de un bodón de agua que facilitará la diversidad de la flora y de la fauna. Era aquí, en la naturaleza, donde se sentía liberada de la jaula en la que se convertía la rutina diaria, y que la ayudaba a recordar lo que ella en lo hondo de su ente era, un dulce ruiseñor que canta y revolotea libremente, porque no hay ninguna obligación o compromiso que se lo impida.
De esa manera podía emitir un sinfín de canciones (que por su virtuosismo siempre evidenciarían una intachable calidad sonora), y que provocaría en los receptores de esas acompasadas notas musicales, caer irremediablemente en un sueño, del cual era altamente costoso escapar, entre otras cosas, porque tampoco se quería luchar por ello.
Ella, preferiblemente buscaba los riscos ribereños de los arroyos, rodeándose así de la largilinea sombra que emiten los chopos con la ayuda de la escasa luz que emite la luna, poco antes de ensalzar su belleza cuando la noche se hace cerrada, y llega el momento de convertirse en el único foco natural capaz de acompañarnos. Esta luna proclive a desterrar el instinto salvaje del homo sapiens más tímido, nunca provocaría esta agresiva reacción en nuestra protagonista. Ella si era tímida, y su cara de ángel nos permitía presumir el dulzor de su carácter, pero ni en un momento tan indicado para mostrar el envés de nuestra personalidad, ella era capaz de reflejarlo al exterior, aunque, si acaso, si podía transformarse en un sólido caramelo solidificado, conservando lo aromático, sabroso y glucosado de su interior.
Ella prefería, por el momento, permanecer en su entretenida soledad, a falta de un compañero sentimental que acompañe sus pensamientos y complete sus eternas sensibilidades, que especialmente sale en presencia de esos parajes tan visuales, ante los cuales, incluso ojos tan atractivos como los de aquella espectadora, caían rendidos ante su belleza, cayendo en el olvido, la suya propia.
Ese rincón, suponía un lapsus de tiempo para Mariem, porque allí las horas eran minutos y los minutos segundos, pues la concentración con que obstinadamente visualizaba su entorno, tan paisajístico, no le permitía acordarse de sus obligaciones estudiantiles, de sus 2 forzadas horas diarias de estudio, y en cambio si le permitía regocijarse en sus mejores películas mentales, centradas en una diversidad faunística con la que ella concretamente se apasionaba, y entremezclado con personajes humanos, mitad inventados, mitad conocidos que hacen recordar a “Alicia en el país de las maravillas”.
Mientras, en su vida, no hubiera una realidad que superara la ficción que creaba, vivía en la constancia de sus sueños, permitiéndose disfrutar de los mejores momentos del día y así conseguía evadirse de aquellas realidades mundanas de las cuales se sentía tan distante.
Sus fascinantes ilusiones, incapaces de concatenarse entre si, según lo que nosotros entendemos o llamamos lógica, podían empezar por el liviano salto de la ranita de San Antonio sobre el río, pasando por un viaje relámpago en el Transiberiano (donde poder caerse fascinada por el paisaje de las taigas, que no permiten ver entre su mar de cipreses el más mínimo atisbo de tonalidad diferente a su verde chillón), continuando por un barrio periférico hindú, sumido en la más honda de las pobrezas, pero con la cabeza alta por su enorme solidaridad fraternal, y que disfruta del mayor índice de alegría por unidad de pobreza. Seguidamente podría venir una conversación con animales en un bosque escandinavo, acompañado de una pequeña estancia en la isla de los placeres, ninguno de los cuales se asemeja a los terrenales, como dicta la pluma de su autora, y concluyendo, sin ir más lejos, en esa misma orilla donde su cuerpo inmóvil aún permanecía (que no su mente evidentemente), acompañado de su amor platónico, que no disponía de un especial atractivo físico y si de un encantador sentido poético.
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