lunes, 26 de abril de 2010

SsD -IX-

Mariem tenía sus brazos entrelazados fuertemente por la nuca de su abuelito, y sus labios secos se dirigían al pálido moflete de su yayo, para poder complacerle con un centenar o tal vez, un millar de besos, como a ella le gustaba, y en ese momento le apetecía. Su abuelo, gran conocedor del carácter de la niña, no era capaz de quitársela de encima hasta que la niña no se había saciado de darle cariño, desde luego, no pronto, pues podían pasar varios minutos en tal pose. Colgada de su cuello, a la virulé, disfrutaba del contacto con él, sin parar a pensar que las espaldas de su noble abuelo no estaban ya para tanto peso, aún menos, para esfuerzos tan continuados, tan prolongados, pero a él desde luego no le importaba, al contrario. Como iba a enfadarse con esa pipiola que tanto le recordaba a su querida Jasmina (su difunta esposa), por un simple dolorcillo de cuello o espalda, que no era comparable, con el placer de poder disfrutar por unos instantes de un primer plano de esas lunas que tanto le recordaban a las de la mujer de la cual se había eternamente enamorado.


Pepón, sabía perfectamente que esos atardeceres en los que su nieta estaba tan efusivamente cariñosa, eran sinónimo
 de una larga noche de pregón de alguna de sus múltiples historias, lo cual le agradaba tanto o más que a su joven admiradora. Y es que, si él, por naturaleza, era un hombre dicharachero, jovial y que gustaba de compartir sus desventuras y hazañas, con cualquiera que mínimamente estuviera receptivo hacia sus comentarios, como no le iba a gustar hacerlo con la niña de sus ojos, la princesa de sus noches y la reina de sus dias, y que además era una escuchante como nadie, capaz de multiplicar el tamaño de sus pabellones auditivos por 10 y de aumentar la eficacia de la recepción sonora en más de un 200%, en los momentos en los que estaba con su abuelito, así, claro, con un público tan dócil, era fácil el éxito de sus peponadas (así es como llamaban a sus parrafadas en los bares que alternaba).

Estate quieta ya Mariem, que me vas a dejar el cuello con más dobleces que el acordeón de María Jesús, que tu abuelo cada vez está menos dotado para estos trotes -comento el veterano anciano.

Como quieras yayito pero tienes que volverme a contar la historia de cómo conociste a la yaya, que ya se me ha olvidado -comentaba entre risas picaronas la propia Mariem, mentira que ni a ella misma le parecía convincente.

Si, si -comentaba socarronamente el abuelo mientras la acomodaba en la mecedora para que su discurso fuera más placidamente escuchado – te lo contaré, pero prométeme que no te quedarás dormida como ocurrió la última vez (comentario que provocó una subida de colores en su nieta).

Ya sabes que tu abuelo Pepón, pese a ser un hombre templado y calmado aparentemente, era, más que es, un hombre inquieto, que gusta de los pequeños placeres con que la vida nos premia, y que pese a ser un funcionario a una edad muy precoz, mis insaciables ganas de conocer otras culturas, junto con mi crónica filantropía, hicieron de mi el más osado de los aventureros que en aquella época se juntaban en Madrid y alrededores. Mi trabajo no consiguió lo que en pura teoría se consigue con la estabilidad, que asentara la cabeza, que me acomodase en un lugar, que me localizase en una casa, vamos, que me sintiese apegado a una porción de terreno que mal llamamos tierra.

El solía decir, que tierra no hay más que una y es universal, de todos, en cambio, el suelo, porque pretendemos que tenga dueño?, separamos la palabra tierra, a la cual si nos sentimos unidos, como grupo, asociación, región, comarca o nación, de la palabra suelo, siendo 2 palabras que en el fondo expresan lo mismo. Mientras a lo 1º lo declaramos común, general, patrimonial, publico a lo 2º, lo dividimos, lo separamos, nos peleamos por ello, en resumen lo personalizamos y privatizamos, lo que entonces ya no lo convierte en una parte de nuestra unificadora tierra, sino en algo privado que no nos permite ser compartido sin permiso del “DUEÑO”, por esto odiaba tanto esta palabra, porque priva a los demás de la libertad de la que la naturaleza de manera innata nos ha dotado, ya que la privacidad es un concepto inventado por el hombre.

Esto, Mariem, no consiguió drenar mis voraces ganas de conocer, de enriquecerme, de mejorar, de entender, de comprender y de intercambiar.

Por eso este abuelo que tienes delante, jeje, se buscó el trabajo que mejor le permitía alternar trabajo con devoción, rutina y estabilidad con aventura y placer, de tal manera que ambas cosas no me cansasen – por aquel entonces, el sistema de excedencias de los funcionarios les permitía por cada 2 años trabajados conseguir un año de excedencia continuada – ya que su alternancia me permitía disfrutar de las dos, sin tiempo de agotarme, sobretodo del curro, pues en aquel entonces me parecía imposible cansarme de lo que ahora mi vejez me aconseja no abusar, de tal manera que precisamente ahora, se han tornado las cosas y ahora disfruto más de lo rutinario y diario, que de lo imprevisible y divertido.

Yayoooooooooo – exclamo quejosamente Mariem – venga vete al grano, que nos dan las uvas -mientras el yayo sonreía orgulloso de haber provocada esa impaciencia en su fervorosa oyente.

Pues bien, en uno de esos viajes, concretamente en el 62, yo y mi inseparable Luquitas, en aquellos primeros viajes, nos enganchamos en una aventura por el Norte de África, guiados por un compañero de peña, que nos había hablado de las maravillas que albergaban esa semidesconocida zona para mí, pese a la cercanía que a mí me producían, después de haber estado en América o Asia. Aquel buen hombre nos había vendido la burra extraordinariamente, hablaba nítidamente, como si estuviese definiendo lo que veía en ese momento, sin utilizar la memoria, sino simplemente su capacidad de observación, lo cual a Luquitas y a mí, nos sirvió para que cruzásemos una mirada de complicidad.

Pero abuelito, que decía aquel hombre – interrumpió Mariem.

Eso es lo

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